A continuación, os ofrecemos el artículo de Jesús Palacios aparecido en Qué Leer a propósito de El rival de Prometeo.
«Están entre nosotros, aunque no nos demos cuenta. En los parques temáticos y de atracciones. En los bares y cafeterías. En ferias y tiendas de juguetes. En los grandes almacenes… Y, tal y como nos recuerda la antología “El rival de Prometeo” (Impedimenta), en algunas grandes obras de la literatura. Estos antepasados directos de nuestros ordenadores vuelven en las páginas de un puñado de libros y nos recuerdan que también el ser humano es, en cierto modo, un autómata.
Así se refiere uno de los personajes de Los Autómatas (Olañeta) de Hoffmann a la sensación que despiertan en él las figuras mecánicas y, en especial, aquellas que imitan la forma humana, como el célebre Turco ajedrecista de von Kempelen: “Me resultan sumamente desagradables todas estas figuras que no tienen aspecto humano, aunque, sin embargo, imitan a los hombres, y tienen toda la apariencia de una muerte viviente, o de una vida mortecina”. Y, más aún, añade: “Estoy convencido de que la mayoría de los hombres participan de este mismo sentimiento…”. ¿Quién podía saberlo mejor que Hoffmann, que iba a convertir a su muñeca Olimpia, corazón artificial que late en su clásico relato de horror y locura El Hombre de Arena, en arquetipo universal de la literatura fantástica?
Freud y, antes que él, E. Jentsch en su Zur Psychologie des Unheimlichen (1906), derivaron sus análisis de “lo siniestro” (unheimlich) de la obra maestra de Hoffmann; en especial el segundo –ya que el creador del psicoanálisis rápidamente lleva el tema a su terreno: la castración edípica, apartándolo de muñecos y autómatas–, lo centra en “la duda de que un ser aparentemente animado sea en efecto viviente; y a la inversa, un objeto sin vida esté de alguna forma animado”. Pero, aunque Freud es mucho menos sensible al efecto siniestro de los autómatas, acierta al encontrar en ellos también un elemento de fascinación infantil, de juego y hasta deseo erótico: “Recordemos que el niño, en sus primeros años de juego no suele trazar un límite muy preciso entre las cosas vivientes y los objetos inanimados, y que gusta tratar a su muñeca como si fuera de carne y hueso. Ya no hablamos de angustia: el niño no sintió miedo ante la idea de ver viva a su muñeca, y quizá hasta lo haya deseado”. Hoffmann mismo no dejó de visitar en 1801 los entonces famosos autómatas del Arsenal de Danzig, y después, en 1813, los expuestos en Dresde por J. G. Kaufman, siguiendo también con interés las distintas exhibiciones del citado Turco campeón de ajedrez, todo lo cual le serviría de inspiración para sus seminales relatos sobre el tema. Miedo y deseo. Extrañeza y complicidad. Terror y fascinación. El autómata, pura ambigüedad entre el mundo inerte de lo mecánico y mineral y el mundo sensible de la carne y el pensamiento, es también el eslabón perdido entre el universo de la magia alquímica, con el nigromante cabalista en su gabinete de maravillas, y el de la ciencia moderna y su inmenso laboratorio, que destierra definitivamente al gran relojero ausente y al alma de su maquinaria humana. Y la literatura, entre la fantasía y la ciencia ficción, es su terreno de juego.Rivales de Prometeo
Un viaje a lo largo del tiempo y de la historia de los autómatas es, precisamente, lo que nos propone El rival de Prometeo. Vidas de Autómatas Ilustres (Impedimenta). Una deliciosa antología, a cargo de Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, que sigue paso a paso la evolución de esta criatura desde los tiempos de la Ilustración hasta nuestros días y más allá. Textos filosóficos de la Enciclopedia, de Descartes y La Mettrie, e incluso del célebre constructor de autómatas Vaucanson, bautizado por Voltaire como el Rival de Prometeo. Una sección dedicada por completo al ya citado Turco jugador de ajedrez incluyendo, entre otros, el famoso artículo de Edgar Allan Poe, quien utiliza la lógica y la deducción para demostrar la falacia intrínseca del mismo –de hecho, este autómata, que se vanagloriaba de haber vencido al ajedrez a Benjamin Franklin y a Napoleón, escondía, como no podía ser de otra manera, un jugador oculto, lo que no invalida que introdujera en el debate científico y filosófico el concepto de la “inteligencia artificial”–, y el escalofriante relato de horror El maestro de ajedrez de Moxon, de Ambrose Bierce. Quizá la parte más fascinante sea la consagrada a la autómata fatal, desde la Olimpia de Hoffmann, glosada por Freud, a la Futura del Metrópolis de Thea Von Harbou (y Fritz Lang), pasando por la fantástica andreida de Villiers de L ´Isle-Adam, la Hadaly de La Eva futura, pergeñada por un legendario Edison de ficción. Todo ello para finalizar, bien metidos ya en la ciencia ficción y en ese futuro inminente que late en nuestro presente de ordenadores y realidades virtuales, con textos del ludita Samuel Butler; del inventor de la palabra “robot”, el checo Karel Capek; Asimov y sus leyes robóticas; el teórico A. M. Touring y, finalmente, el profético artículo sobre La Singularidad de Vernor Vinge, con su apocalíptica premonición de un mundo transhumano o post-humano. Un viaje sin retorno desde los gabinetes de curiosidades del Barroco y la Ilustración hasta Skynet y el fin de la humanidad, tal y como la conocíamos, que une la fascinación por la vida artificial con el miedo a que la nueva criatura descubra que ahora es él, el creador, otro autómata más del pasado, de maquinaria ya obsoleta, que debe quedar apartado también en un oscuro rincón, lleno de polvo y telarañas, del Museo de la Creación.
Un “golem” en Toledo Pocos recuerdan que uno de los más grandes creadores de muñecos mecánicos, relojes y ambiciosos ingenios técnicos, fue el lombardo Giovanni Torriani (1501-1585), más conocido por el castellanizado nombre de Juanelo Turriano, Matemático Mayor de Felipe II, astrólogo y Relojero de la Corte del Emperador Carlos. Memorias de un Hombre de Palo (Suma) es el título que acertadamente ha dado Antonio Lázaro a su nueva novela, donde reconstruye el episodio más espectacular y hasta cierto punto trágico de la vida de Turriano: su empeño en construir un ingenio mecánico de gran envergadura, capaz de llevar las aguas del Tajo hasta la ciudad de Toledo, lo que consiguió acosado por deudas y traiciones. Ágil, entretenida y bien documentada, la novela histórica de Lázaro se permite más de un vuelo de fantasía y misterio, recreando también la historia que asocia a Turriano con la creación del Hombre de Palo. Un autómata de madera que, al decir de la leyenda –leyenda con fondo de verdad-, paseaba por las calles de Toledo, junto a su amo italiano o en solitario, solicitando limosnas y ayudando a los transeúntes por algún dinero, con el que su creador pudiera sobrevivir a la ruina provocada por su ingenio acuático. Lázaro imagina una trama de intrigas cortesanas, según la cuál este autómata de madera no sería sino un prototipo de soldado artificial –prácticamente un guerrero robot-, encargado a Juanelo por el Emperador antes de su muerte, que se disputan diversas facciones políticas. Turriano, quien llenó de autómatas y relojes la Corte de Carlos I, siente a veces que su criatura tiene alma humana, y nosotros, cuando entra en acción, no podemos por menos de verla casi como una suerte de Robocop renacentista avant la lettre, y pensar en todo un ejército de Hombres de Palo invadiendo las costas inglesas a bordo de la Armada, esta vez sí, Invencible.
Muñecos con alma Los autómatas, a pesar de contener en germen el mundo entero de la robótica, la informática, la IA y la Realidad Virtual, tienen siempre más que ver con el reino inanimado de maniquíes, figuras de cera y muñecas, que con el de la ciencia ficción. Esto es algo que supo ver muy bien Irene Gracia en su extraordinaria y singular novela El coleccionista de almas perdidas (Siruela). A través de la biografía imaginaria de la familia Chat, constructores de autómatas, muñecas y teatrillos de marionetas, trasunto fantasioso y excesivo de la auténtica familia Jaquet-Droz, cuyos célebres muñecos “inteligentes” se exponen en el Museo de Neuchâtel, la escritora recorre la Belle Époque en alas de la inquietante manía, vicio y locura de sus protagonistas, entregados a la creación de mundos y personajes artificiales, capaces de escapar a los designios de la naturaleza y la muerte. Llena de guiños a Hoffmann y Poe, con apariciones estelares de Freud y Rasputín, pero también con cierta atmósfera propia del Borges más fantástico, El coleccionista de almas perdidas es una poética y hermosa, pero también siniestra, reflexión sobre la obsesión prometeica que subyace en el arte de fabricar autómatas. En ella, gracias a su sutil atmósfera de fantasía contenida, nunca sabemos hasta qué punto los muñecos poseen realmente alma… o son síntomas de la locura múltiple de su trágico protagonista, Anatol Chat. Recordemos que lo verdaderamente fascinante del autómata, lo que nos asusta pero también nos intriga e incluso divierte, es la posibilidad de vida, de conciencia, que parece contener en su burda imitación del hombre. Sin esta ambigüedad, nada queda del muñeco, y hasta Villiers de L´Isle Adam se ve obligado a dotar de alma a su artificial Hadaly en La Eva futura (Valdemar), para lo que utiliza una singular estratagema: introducir en su cuerpo de cristal el alma de una médium espiritista. Tal vez, como sugiere Pilar Pedraza, hasta el decadente y misógino Villiers siente miedo a dar el salto definitivo: que su criatura eléctrica, por su propia naturaleza artificial –curioso oxímoron– desarrolle inteligencia y alma propias.
Nosotros, los autómatas En su erudito y a la vez entretenido ensayo Máquinas de amar (Valdemar), Pilar Pedraza plantea un recorrido por las fantasías masculinas sobre la mujer perfecta. Es decir, la mujer creada por él mismo. De la Galatea del mito griego a la Rachel de Blade Runner (el filme de Ridley Scott, no la novela de Dick), vemos cómo el macho ha intentado desesperadamente superar la guerra de los sexos… eliminando a su oponente y sustituyéndolo por su propia imagen especular. Pero de nuevo el creador la necesita con alma propia. Y el sueño se disipa, dejando detrás sólo su triste carcasa; en este caso, ni siquiera de carne y hueso. Que en pocos años libros tan diferentes como los de Gracia, Lázaro, Pedraza o El rival de Prometeo se ocupen de estas extrañas criaturas nos invita a reflexionar. De un lado, los autómatas son el primer paso hacia la superación de la magia por medio de la técnica y la ciencia. Del Golem, activado por el hechizo cabalístico grabado en su frente de barro, al Jugador de Ajedrez de Maelzel o el Pato de Vaucanson. Y, sin embargo, todavía encontramos hasta en el más sofisticado androide o cyborg postmoderno una chispa de la magia nigromante de su pasado como criatura sobrenatural. Para la imaginación del Melville de El campanario, del Hawthorne de El artista de lo bello o del Bierce de El maestro de ajedrez de Moxon –no hablemos del “Frankenstein” de Mary Shelley–, el autómata es la hubris desatada y conlleva su castigo inevitable. Para Dickens representa un síntoma de los peores efectos de la industrialización y su implacable deshumanización del trabajador. Gaston Leroux pone un cerebro asesino en su interior y lo transforma en máquina de matar, en La muñeca sangrienta… Quizá hemos llegado a un momento límite, en el que los viejos muñecos articulados, autómatas y juguetes mecánicos, nos resultan más vivos, más humanos que nosotros mismos. Queda en ellos algo de la ilusión perdida de un tiempo en que la ciencia poseía el encanto de la magia y podía creerse ciegamente en el progreso. En que un día no lejano crearíamos seres artificiales perfectos, con alma propia o, como diríamos ahora, Inteligencia Artificial… Y que no nos mirarían fijamente después con sus ojos de cristal, exigiéndonos una respuesta. Pidiéndonos que les rindamos cuentas por existir.»
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