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lunes, 3 de marzo de 2008

«La abadesa de Castro» en ABCD

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El pasado sábado el suplemento literario del ABC publicó esta ilustrativa reseña de Carlos Pujol sobre «La abadesa de Castro», de
Stendhal.


Crónica italiana

Por Carlos Pujol

En mil ochocientos treinta y tantos el señor Henri Beyle es cónsul de Francia en Civitavecchia, el puerto de Roma, y allí se aburre soberanamente. Cuando puede, se escapa a Roma (a unos ochenta kilómetros, pero entonces esto representaba toda una noche de camino), donde respira a sus anchas: antigüedades, monumentos, museos, salones, el bullicio de una gran ciudad, amigos que tienen fastuosos palacios -como los Cini y los Caetani- y que le permiten llevar durante unos días una vida principesca. También bellas mujeres de las que enamorarse, y lugares evocadores de un pasado que le hacían olvidar la grisura del presente.

En 1833 Stendhal descubre en un desván del palazzo Caetani unos manuscritos que atraen su atención y que se apresura a hacer copiar; son crónicas populares y escandalosas de siglos atrás, escritas de un modo tosco, resúmenes de causas célebres en la Roma papal que alguien ha comparado a nuestros thrillers de hoy, sensacionalistas relatos de honor y venganza que no se distinguen ni por la verdad histórica ni por su valor literario. De una de estas crónicas saldrá La cartuja de Parma, y de otra La abadesa de Castro, que va a publicar en 1839 en la parisiense Revue des Deux Mondes con el seudónimo de F. de Lagenevais.

La Italia del siglo XVI fascina al escritor, que ve en esta época personajes de «una energía feroz», criminales pero con grandeza, «desventurados, pero no culpables», amores tempestuosos y contrariados, crueldad, sangre, cinismo y superstición, los ingredientes de un «melodrama» (él no duda en usar esta palabra). O si se prefiere, de una novela «gótica» al estilo inglés, con sentimientos exasperados y situaciones que no tienen nada que ver con lo que Stendhal juzgaba prosaico y vulgar en la vida de su tiempo.

Facciones rivales. En La abadesa de Castro hay un repertorio en el que se complace: un bandolero gallardo y generoso, pobre y valiente, que vive «en el borde de un precipicio de ciento cincuenta pies de altura», y que a semejanza del escritor -así se veía él- «tenía un rostro expresivo, sin llegar a la apostura»; una joven «capaz de un apasionado amor que se alimenta de grandes sacrificios», y como fondo las luchas a muerte de unas facciones rivales, las grandes familias de los Colonna y los Orsini, con sus mortíferas bandas de bravi.

Y monjas, obispos y cardenales que no son precisamente modélicos, y que armonizan las prácticas más piadosas con las acciones menos recomendables: antes de tomar por asalto un convento, el protagonista reza el rosario durante una hora, aunque no se salvará de una excomunión mayor y de que se le condene al atenazamiento y a la hoguera por sacrílego.

Dimensión mítica. Los personajes de La abadesa de Castro corresponden a una dimensión mítica de la Italia del Renacimiento; feroces condotieros, amantes sin freno, gestos desmedidos, profanación, muerte y vanagloria. Lo contrario de lo que él más detestaba, «la vil burguesía», el «señor término medio». Aunque no podía dejar de darse cuenta de que todo aquello eran imágenes de sus «ensoñaciones».

La suya es una Italia soñada, que sabe contar con un brío extraordinario, pero sus sueños acaban con el triunfo de la realidad más trivial. Los del arriscado Fabricio en La cartuja de Parma fracasan finalmente, y aquí el amor de Elena y de Julio también termina de mala manera, quizá por obra de la fatalidad, pero con la intervención de las buenas intenciones de la madre de Elena, que pensando en el bien de su hija trama un engaño funesto. La derrota es el precio que los soñadores tienen que pagar al mundo real.

En este relato, que luego formará parte de las Crónicas italianas, vemos aparecer así mismo esas indicaciones espaciales tan de Stendhal, que también figuran en sus dos novelas mayores: los lugares altos (los protagonistas siempre se enamoran de mujeres de un rango superior guardadas en torres), y los ámbitos cerrados e inaccesibles que son como su prisión (la casa familiar de Albano y el convento que es una fortaleza) y que hay que asaltar.

La abadesa de Castro existe y gusta por sus mismos excesos, es una historia fabulosa que obedece a la necesidad que tenía Stendhal de sustituirse por sus fantasías. «Esconde tu vida» era su lema, ocultarse para no ser herido, y también «quiero defenderme de la exageración». ¡Quién lo diría leyendo esta tremenda y exorbitante historia! Pero es que para él sus imaginaciones eran más indispensables y verdaderas que la verdad de la mayoría de la gente.

miércoles, 9 de enero de 2008

notodo.com RECOMIENDA

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La abadesa de Castro para enamorados y/o desengañados
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El cuatro de enero, el sitio notodo.com nos ofreció una excelente reseña de La abadesa de Castro, donde se destaca la capacidad de Stendhal para describir el estado de ánimo de los enamorados, su talento para que nos identifiquemos con los protagonistas y el carácter funesto en el que puede resultar la pasión. Más...
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La abadesa de Castro
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Hay una pequeña superstición literaria que hace que todas las obras de los grandes maestros del pasado, incluso las muy menores, se reseñen como si nos encontráramos ante una joya de la literatura. Y no siempre es así. También podemos encontrarnos, como en el caso de La abadesa de Castro de Stendhal, el más romántico de los realistas franceses del XIX, de un relato simplemente entretenido, extraído de sus Crónicas italianas, donde brilla la capacidad del autor para la descripción del estado anímico de los enamorados.

En sus dos primeros tercios, nos introduce a través del viejo recurso del manuscrito hallado en un archivo en la Italia del Renacimiento. En una pequeña ciudad provinciana, dos jóvenes amantes se enfrentan a un aciago destino: Elena, la bella hija de un preboste local, y Julio, cuyo padre era un capitán de mercenarios al servicio de uno de los poderosos clanes de la nobleza romana. Stendhal nos muestra sus dudas, vacilaciones, miedos y apasionamientos con su particular talento para que nos identifiquemos con sus protagonistas, en medio de un escenario donde no falta ningún detalle: duelos, batallas, muertes más o menos heroicas, hermosas damas que se asoman a un balcón al más puro estilo de Romeo y Julieta, intrigas políticas, etc. Esta primera parte puede recordarnos a La Cartuja de Parma en cuanto a que narra una educación sentimental llena de detalles tragicómicos, mientras que en las últimas páginas, al relatarnos el sombrío final de la historia, con torturas de la Inquisición, condenas a perpetuidad y suicidios incluidos, parece que nos hallamos en el igualmente oscuro desenlace de Rojo y Negro.

En realidad, habría podido inspirar al autor una novela autónoma, porque el cambio de tono es muy abrupto, como si fueran dos narraciones distintas soldadas a la fuerza. Sin ser perfecta, La abadesa de Castro nos muestra hasta qué punto puede resultar funesta una gran pasión, lo que la hace, sin duda, recomendable tanto para los enamorados como para los desengañados del amor.