martes, 12 de febrero de 2008

«Santuario» y «La pulga de acero» en la revista de la AEN



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«Santuario»


Cuando en 1978 se tradujeron en Alianza los Relatos de fantasmas de Edith Wharton (1862-1937), los editores se veían obligados a señalar que su obra, desconocida entre nosotros, estaba por fin renaciendo, y que una semblanza reciente y valiosa de R.W.B. Lewis (Edith Wharton: A Biography), ofrecía una nueva y precisa luz sobre la alta categoría de la escritora norteamericana. Han aparecido desde entonces hasta hoy más de una quincena de títulos suyos y se han hecho decenas de ediciones, en castellano o en catalán, de sus novelas. Es una autora clásica hoy en España, e incluso es una escritora popular (La edad de la inocencia, Las costumbres del país).

Pero Santuario, traducido excelentemente por Pilar Adón, tiene un especial labrado. La maestría psicológica de este escrito hace de esta novela corta y tupida, en la que Wharton era diestra verdaderamente, una pieza singular. Pues resume, en 1903, los grandes avances de la narrativa norteamericana decimonónica -densidad del yo, pausa, misterio en la acción-, y explora nuevas vetas en los análisis de caracteres, hasta el punto de que los jóvenes escritores (Scott Fitzgerald y muchos otros) llevarán a cabo con especial éxito su experimentación de sus novelas hasta, como poco, la Segunda Guerra.

El relato se centra en dos raros «legados» de una familia, uno económico, el otro intelectual, que se convierten de inmediato en turbios problemas vitales. El primero atañe al marido, pronto muerto, aunque sobrevuele su recuerdo nada brillante en toda la novela; el segundo se refiere al hijo de éste, sobre el que se centrará el dilema moral definitivo de ese Santuario. La protagonista, en consecuencia, es la mujer todavía no citada, Kate Orme: ella padece todos los avatares en el relato, es testigo de las maniobras dudosas de esos dos hombres, que hacen supeditar su vida a la de ellos. Pero la del hijo no será mera réplica de la del padre, gracias en parte a la sutileza de Kate.

En el momento culminante de Santuario dice la protagonista: «Te aseguro que no he hecho nada para influir en él». «No -le responden-. Nada excepto leer sus pensamientos». Baste el apunte para comprobar la tensión que va generándose en este libro bellísimo, que exige una lectura lenta, mucho más que la requerida por otras obras de la autora. Su gran amigo Henry James (al que Wharton dedica todo un capítulo en su autobiografía, Una mirada atrás, RBA, 2004) habló de la agudeza de la escritora, de su diabólica destreza, de la gran calidad de su intención y la inteligencia de su estilo. En Santuario hay agudeza, intención, gran estilo; es un ejemplo muy especial de la diabólica inteligencia de Edith Wharton.

Esteban Landmarke


«La pulga de acero»

Con un primer puñado de libros que incluye La pulga de acero -relato genial aparecido en 1881- se encarrila ya Impedimenta como editorial cuidadosa en sus versiones y su presentación. La calidad total de los volúmenes que nos va ofreciendo augura un buen futuro para los libros que promete para 2008.

Entre 1809 y 1821, nacieron autores como Gógol, Goncharov, Lermontov, Herzen, Tolstoi y Dostoyevski. Diez años después de aparecer el último (un poderoso inductor de sentimientos contrastados), vino al mundo un magnífico escritor de otro tipo, Nikolái Leskov (1831-1895). Aunque algo olvidado, se le recuerda normalmente al menos por su Lady Macbeth de Mtsensk. Pues este narrador -descendiente claramente de rusos (aunque tuvo un tío inglés), y de vida humilde en su juventud-, logró entrar de pleno en la mejor literatura europea con su empuje y con sus diversos registros. Pero Leskov lo hizo mediante procedimientos aparentemente más sencillos que los de los escritores precedentes, como gran conocedor de primera mano de su país gracias a que durante cierto tiempo fue agente comercial y administrador de bienes.

Al modo tradicional, con un tono semipopular, zumbón y medio mágico, La pulga de acero cuenta una visita del zar Alejandro a Inglaterra. Allí le regalan ese animalillo mecánico que da nombre al libro, capaz de bailar al darle cuerda con una llave a escala. Tras varias peripecias un artesano ruso logrará superar el invento, diminuyendo aún el tamaño del ingenio. Ese es el hilo principal que imagina Leskov, interrumpido siempre, en cada etapa, por frases del estilo de: «Dijeron esto, lo otro, lo de más allá; pero qué harían en concreto, eso, no lo dijeron». Una admiradora de la literatura rusa, Carson Mc Cullers, ha escrito que la moralidad de los relatos que adoptan como punto de partida la forma tradicional es siempre extraña y arbitraria, se aleja mucho de la ética cotidiana, y está de hecho determinada por el narrador mismo, por su habilidad y su imaginación.

Admirado por los serios y profundos Chejov y Gorki, Leskov fue tomado como referencia absoluta en el ensayo de Walter Benjamin titulado «El narrador» (Iluminaciones IV). Dada la fortuna que tenemos de contar con este escrito mayor, no hay más que seguir sus pasos para luchar contra la burocracia ortodoxa; Leskov se remitió además a la escuela fructífera y abierta de los antiguos, en especial a la del antropólogo y narrador Heródoto, además de las leyendas propias; y, sobre todo, Leskov defendió claramente con su mismo ejemplo esa «forma artesanal de la comunicación» que es la narración. En suma, él creyó o parece que creyó aún en el aspecto épico de la verdad.

El placer de narrar que esa literatura nos evoca está presente en todas las páginas de
La pulga de acero, cuya lectura completa la idea que se tiene habitualmente de un siglo XIX glorioso en las letras. De hecho esta obra es una pieza maestra, como fueron otras piezas, asimismo breves, de Gogol y Afanasiev (el que recogió la narrativa popular); pero el humor de Leskov resulta novedoso en medio de unas letras rusas de tonos político-sentimentales, existenciales o espiritualistas; luego, en el siglo XX, habrá otro humorismo, además del liviano, como el de los mejores futuristas y otros vanguardistas, que seguirán el ejemplo de su disparatado modo de representar «lo ruso». En Leskov hay una continua modificación sarcástica del lenguaje, hay un juego alocado, escindido, de la lengua, y así añade novedad a todo lo que de tradicional podamos captar en sus líneas. De hecho, la traducción del ruso de Sara Gutiérrez es brillante, entre otros motivos, por la recreación de sus numerosos neologismos, a menudo inquietantes: son verdaderos objetos verbales. Y en esos momentos explosivos, irónicos, la poesía salta por encima de todo realismo; intensifica nuestra relación con la realidad, más o menos superficial, y lo hace mediante una palabra reinventada, que es lo propio del arte.
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Mauricio Jalón

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