lunes, 4 de febrero de 2008

«Santuario» en ABCD, por Juan Manuel de Prada

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El suplemento cultural del ABC nos deleitó con esta reseña escrita por Juan Manuel de Prada de la novela de Edith Wharton.
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Merced a la adaptación cinematográfica de su novela La edad de la inocencia, realizada por Martin Scorsese, el lector español pudo acceder en mejores condiciones a la obra de Edith Wharton (1862-1937), a la que sumariamente se había despachado hasta entonces como una discípula de Henry James. Leyendo aquella novela pudimos comprobar que, en efecto, lo era, tanto en la elección de los argumentos como en el tratamiento de los mismos; pero ese discipulado no era imitativo ni meramente epigonal, sino sustento fecundo de una muy personal visión del mundo. Como James, Wharton es maestra de la introspección psicológica; como él, analiza con pasión microscópica las tribulaciones y querellas íntimas de sus personajes; como él, hace un uso delicadísimo del perspectivismo y la elipsis, estrategias aparentemente elusivas que logran sin embargo penetrar la más recóndita verdad humana. A diferencia de James —o siquiera del James último—, Wharton es escritora menos propensa a trasladar a la sintaxis los alambicamientos del alma humana; en esto se parece más al autor de Washington Square que al de La copa dorada.


Sublime determinación. Y, en fin, Wharton es como James una soberbia captadora de lo específicamente femenino. El asunto de Santuario, la nouvelle que ahora comentamos, es la maternidad; y a él se alude desde el mismo título. En algún pasaje de la narración se menciona de forma explícita: «Pero si por un lado su matrimonio seguía siendo un problema, por otro su maternidad parecía resolverlo. Nunca había abandonado la idea de que había librado a su hijo de un oscuro peligro que todavía se cernía sobre él, que se mantenía al acecho, y con cada nuevo logro de su amor vigilante se hacía un poco más suyo (...). Había edificado para él el milagroso refugio de su amor no mediante un sorprendente acto heroico, sino gracias a un empeño imperecedero e infatigable».

¿Cuál es ese oscuro peligro contra el que Kate Orme, la protagonista, ha levantado el «sagrado cobijo» de su amor maternal? Wharton lo explica en el soberbio final de la primera parte de su novela: Kate ha descubierto, en vísperas de su boda, un pavoroso vicio moral en Denis Peyton, su prometido; un vicio que sería causa suficiente para rechazar el matrimonio con él. Pero entonces, con una determinación sublime o insensata, decide casarse con él, para proteger a su hipotética descendencia de ese mismo vicio que ella acaba de conocer, horrorizada: «¿Y si el afecto por su amado no se hubiese perdido sino transformado y expandido hasta llegar a esta extraordinaria compasión por su descendencia? ¿Y si ella pudiera expiar y redimir su falta, convirtiéndose en un refugio para sus previsibles consecuencias? Ante esta extraña extensión de su amor, todas las restricciones se vinieron abajo. Algo había resquebrajado la superficie del yo, y en su lugar manaron los misteriosos designios primarios, el instinto de sacrificio de su sexo, una pasión de maternidad espiritual que la llevó a querer interponerse entre ese niño no nacido y su destino». ¿Se puede escribir con palabras más vigorosas la pasión de renuncia, ese «clímax místico de anulación», que implica la maternidad?

Y entonces Wharton nos propone una elipsis que abarca más de veinte años. Sólo un virtuoso de la narración puede proponer con fortuna a sus lectores tal alarde imaginativo: nada nos cuenta Wharton sobre la existencia de Kate a lo largo de tan profuso lapso de tiempo; pero nos bastan unas pocas páginas (o ni tan siquiera: unas pocas líneas) para que la Kate que emerge en la segunda parte de la novela se nos haga perfectamente inteligible, perfectamente distintiva de la muchacha que dejamos atrás y a la vez congruente con ella, dispuesta a inmolarse por su pasión de maternidad.


Trabajos de amor. El hombre que la desposó ya no está a su lado; su lugar lo ocupa ahora Dick Peyton, el hijo de esa relación desdichada. Y Kate tendrá ocasión de realizar aquel «empeño imperecedero e infatigable» que se había propuesto, tanto tiempo atrás, como razón de su vida, guardándoselo para sí: el mismo vicio moral que un día se adueñó del padre lanza su zarpazo sobre Dick. Y, llegado ese trance definitivo, Kate siente que se interna en la oscuridad, «trémula y crepitante, como un pájaro nocturno que revolotea entre las vigas del techo». No desvelaremos el final de la historia; pero no siempre se pierden los trabajos de amor.

Santuario, digámoslo pronto, es una novela soberbia. Porque soberbia es la literatura que acierta a penetrar la más recóndita verdad humana.


Para leer la reseña en su contexto original, pulse aquí.


Más sobre Wharton y el mundo femenino:

http://www.liceus.com/cgi-bin/aco/lit/02/20021.asp

http://www.elmundo.es/papel/hemeroteca/1994/03/06/magazine/290659.html

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